José Manuel Caballero Bonald, en el último naufragio
“Cádiz es una ciudad abierta naturalmente –consideraba--. Se ha dicho tanto que conviene repetirlo. Es una ciudad ultramarina, la ciudad más americana de Europa con gran diferencia. Yo encuentro en Cádiz a cada paso lo que he visto en muchos sitios de América”
“Naufragué una vez en el rio Magdalena a la altura de Barranca Bermeja, en las lindes selváticas. Tropezó el barco, que era un vapor movido por ruedas de paletas, propulsado por ruedas de paletas que choco con un alfaque, con un bajío del rio y nos quedamos allí muy escorados y tuvieron que venir a salvarnos o sacarnos de aquel atolladero. Y otra vez aquí, en aguas del mar de Cádiz, en aguas de Cádiz. Yo suelo decir que hay un código no escrito por los viejos navegantes que dice que el que ha naufragado tres veces y se ha salvado, tiene ganada la inmortalidad. De modo que yo ya no navego por si naufrago otra vez, y me salvo y me hago inmortal. Cosa que es bastante engorrosa”.
Su último naufragio, sin embargo, ha ocurrido hoy y no hay supervivientes. Un fallo multiorgánico, creo que reza el parte de defunción. Expiró hacia las siete de la mañana de hoy, en una clínica madrileña, lejos del mar, pero cerca de su gente, como su íntimo José María Velázquez Gaztelu, que hoy mismo viajaba a Madrid desde Jerez para dar su adiós al maestro y al amigo.
“Esperando a la muerte”, solía responderme José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 11 de noviembre de 1926-Madrid, 9 de mayo de 2021) cuando le llamaba últimamente por teléfono. La vieja ciática, la piel erizada por cierta enfermedad que también limitaba sus copas de oloroso, la pérdida de la vista como una maldición muy específica para cualquiera que escriba o cualquiera que lea, la sombra del Covid-19 que ya le llevó al hospital hace un año. Pero, sobre todo, la ausencia de sus viejos amigos. El último de ellos, Ángel González, con quien de tarde en tarde coincidía en la Rota estival de su vecindario cómplice, en especial, Felipe Benítez Reyes, a quien llamaba sobrino sin pizca de retórica.
Los veranos en su casa de Los Gallos, en Montijo, mientras mantuvo temple y ganas, eran un ir y venir de hijos –5 tuvo con esa bellísima y sabia nadadora mallorquina llamada Pepa Ramis--, de nietos y de amistades, entre comidas ocasionales en ventas o en chiringuitos. Le gustaba creer que vivía en Sanlúcar, por su cercanía a La Argónida, el viejo coto de Doñana que se convirtió de mayor en Parque Nacional. Aquel paraíso elegido, no sólo inspiró sobrecogedoras novelas como “Ágata Ojo de Gato”, sino buena parte de sus versos, como aquel que nos habla de un luciente espejismo que vio en los idus de agosto por la linde crepuscular de la marisma y que le lleva a considerarse a sí mismo como habitante “de otro espejismo donde sólo/ sigue siendo verdad lo que aún no conozco”.
Desde aquel caserón litoraleño, solía decir que a veces oía los gritos de los marineros que se ahogaban eternamente en la barra del río: “Yo suelo decirlo y quiero creer que lo oigo –me confirmó una vez--. Sobre todo, en noches así un poco tormentosas, si me he acostado tarde o he salido por ahí y he vuelto tarde o aunque no haya salido y me acuesto tarde, pues de pronto es en medio de la tormenta quiero oír una especie de griterío de la tripulación de náufragos agarrándose a las maderas deslavazadas. Y en medio de la tormenta cada vez los oigo más claramente. Yo vivo frente a la barra de Sanlúcar, el peligro más seguro que tenían los navegantes que remontaban el rio hacia Sevilla. Era una barra muy peligrosa. Y generalmente hay documentados cerca de 500 naufragios. Muchos de ellos galeones que volvían de América cargados de riquezas. Y se hundían a la vista de la costa”.
Pero, en rigor, aquel paradero era Chipiona, en las lindes del Camino de la Reyerta. No muy lejos de Jerez, donde naciera de una familia mestiza: un padre con antecedentes republicanos pero burgués, que fue acosado de tarde en tarde por los falangistas; una abuela de origen cubano, la criolla azucarera Obdulia Ramentol y un abuelo materno, Rafael Bonald, un químico francés emigrado a Jerez para trabajar en el vino. Varios miembros de su familia decidieron permanecer acostados los últimos años de su vida, como también le ocurriese al escritor Juan Carlos Onetti: “El se murió en la cama, después de no querer levantarse durante muchos años. Yo tenía cinco Bonald, que eran tumbaditos; Caballero, ninguno. Una tía, un tío, un abuelo, un primo y una prima. Todos acostados. Además, que decidían quedarse en la cama por razones absolutamente irrisorias, que no se sentían bien, durante años y años, como mi tío Félix, que era rico, farmacéutico y también bodeguero, de una bodega maravillosa que había en Jerez, eso se perdió. La vendió de mala manera para cubrir deudas de la farmacia porque los mancebos acababan con la farmacia”.
“Yo me quedaría en la cama viendo pasar la vida a mi alrededor pero Pepa, mi mujer, no me deja. Me molesta hasta que me levanto. La cama es uno de los mejores sitios para pasar la vida”, sentenciaba con la socarronería marca de la casa.
Hasta allí, rumbeaban periódicamente sus amigos gaditanos o los de Rota –Luis García Montero, Almudena Grandes, Eduardo Mendicutti, Benjamín Prado o Joaquín Sabina--, con la presencia frecuente de Tere Torres –que hoy lloraba su pérdida con desgarro—o Rafael Román, que más de una vez consiguió un barco para pasearle junto a algunos de ellos y Fernando Quiñones, en uno de sus últimos veranos de aliento. A Román, le presentó su libro de memorias, con Alfonso Guerra, que se extendió sobradamente, hasta el punto de que Pepe no hacía más que preguntar por lo bajini: “¿Llegaremos a tiempo a la cena?”.
“MI padre era de Camagüey, de familia militar, los Ramentol –me contó en varia ocasiones--. Mi abuelo paterno era coronel y estuvo en la guerra de Cuba y se casó allí con una criolla, hija de criollos y vinculada al negocio del azúcar, los ingenios azucareros. Y todo eso que yo veía en casa de niño, las fotos familiares de mi padre en un patio colonial, las faenas de la zafra, los molinos de azúcar, los trapiches. Todo esto yo lo quise recuperar, volverlo a ver cuando yo fui a Cuba y claro no me encontré con nada de eso. Fue una especie de frustración porque ni siquiera había indicios ni remotos de mi familia cubana”.
De todo aquel pasado previo a su biografía le quedó aquel apellido, que llegó a utilizar con el seudónimo de Julio Ramentol, cuando se dedicaba a la producción discográfica de flamenco, aquel aullido centenario que él conoció ya de niño en su Jerez de la Frontera, cuando vivía en la calle Caballeros y pensaba que le habían puesto ese nombre por su familia. Ahora, allí se encuentra situada la sede de la Fundación de la que es titular y que ahora defiende la poeta Pepa Parra y en donde se edita Campo de Agramante, la revista que cuida Jesús Fernández Palacios con la complicidad sempiterna de José Ramón Ripoll, tres de los escritores gaditanos que más se han ocupado de su obra.
Y en su genética, estaban los Bonald, que venían de Francia al rebufo de la industria del vino, que él retrató como un escalofrío en su primera novela, “Dos días de septiembre”: “Venían al señuelo de la industria del vino, que a finales del XVIII principios del XIX, alcanzan un apogeo indudable y es realmente el marco de Jerez se convierte en un emporio. Era muy ricos esas grandes familias bodegueras que construyeron entonces los palacios barrocos de Jerez. Es muy distinto ese influjo al de Cuba. Cuba yo pienso que es una relación más bien sentimental. Yo oía decir de joven que Cádiz estaba más cerca de Cuba que de Madrid. Y había un intercambio constante de gentes. El correo, el barco correo de la Habana era algo muy familiar en Cádiz. Yo me acuerdo de haberlo visto muchas veces y de los embarcados que traían cosas de Cuba. Estaba muy presente Cádiz en Cuba”.
Y del Jerez donde, en cierta ocasión, junto a su primo Rafael Bonald, Juan Valencia y algunos cachorros de la burguesía local, sustrajeron la cabeza del Padre Coloma y la depositaron en el umbral de la casa de los Primo de Rivera. Antes, la guerra le sorprende en la Finca de Las Tablas y, desde su perspectiva infantil, le resultaba “una excepción en la rutina”, aunque le estremeciera algún hombre muerto en plena calle, algún registro en la casa familiar, alguna detención en el vecindario y las descargas de las ejecuciones, que habrían de arrojar balas perdidas sobre su novela “Toda la noche oyeron pasar pájaros”.
En gran medida, es hijo del paisaje, como las cepas de septiembre y la amable humedad de las catedrales del vino donde Blasco Ibáñez soñó revoluciones y un publicista echó a correr un caballo en la televisión blanquinegra de nuestra infancia. No es de extrañar que la primera tesis universitaria sobre el universo narrativo de Caballero Bonald, escrita por el algecireño José Juan Yborra, fuera leída en el interior de una bodega de Sanlúcar. Y, también bajo esas catedrales del vino, la Universidad de Cádiz tuvo el acierto de celebrar su investidura como Doctor Honoris Causa.
“Bueno, yo quise ser marino y estudie náutica en Cádiz porque quería emular a los héroes de las novelas ambientadas en el mar que yo leía con fruición y eran las predilectas y únicas lecturas mías durante muchos años. Pues Stevenson, Salgari, Jack London, Conrad, Melville, etcétera. Todos los grandes escritores de novela del mar. Yo quise emular a todos esos héroes y por eso quería estudiar náutica. Luego cuando ya estaba a punto de ser piloto caí enfermo con una afección pulmonar. Estaba como muchos adolescentes de la época, medio tuberculoso o tuberculoso. Tuve que reposar un año y cuando medio me recupere pensé que ya no estaba para muchas navegaciones y lo abandone. Pero es una vocación frustrada. Claro que me habría frustrado llevando a cabo el oficio de pirata mercante porque no tiene nada que ver con la aventura de los héroes de estas novelas”.
Fue en la capital gaditana donde se inició en las incumbencias literarias, de la mano de la revista “Platero”, con, entre otros, Pilar Paz Pasamar o Fernando Quiñones, a quien el azar le convertiría muchos años después en vecino del mismo bloque de pisos, en la calle María Auxiliadora de Madrid, donde también contrajeron domicilio Francisco Brines o, durante un breve periodo de tiempo, el propio José Ramón Ripoll.
Su primera obra, 'Las adivinaciones', data de 1952 y se incluye dentro de la generación poética del 50. Premio Cervantes de Literatura, la Academia le negó reiteradamente un sillón por rencillas florentinas. Como poeta obtuvo numerosos premios, entre ellos el Boscán, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el de la Crítica. Es autor también de 'Descrédito del héroe', 'Diario de Argónida', 'Somos el tiempo que nos queda' o 'Manual de infractores' o “La noche no tiene paredes”, entre muchos otros títulos. Su entrada en la narrativa fue más tardía. Su primer trabajo, 'Dos días de septiembre', consiguió el premio Biblioteca Breve. Siguieron novelas como 'Agata ojo de gato' (que también fue Premio de la Crítica), 'Toda la noche oyeron pasar pájaros', 'En la casa del padre' y 'Campo de Agramante'.
Por no hablar de su obra memorialística, a partir de “Tiempo de guerras perdidas” y sus estudios sobre flamenco, que incluyeron una pesquisa gramófono en mano, a la caza de algunos cantaores cuya voz se habría perdido como lágrimas en la lluvia si no hubiera sido por su interés y su micrófono. Pocos conocen su peripecia como productor discográfico, de cuyo concurso supieron artistas como Luis Eduardo Aute o artistas gaditanos de la talla de Juan Villar, aunque nunca ocultó su devoción por Santiago Donday, al que finalmente condujo a una casa de discos su común amigo Enrique Montiel.
“Casi sin proponérselo –afirmó en uno de sus escritos--, Paco de Lucía llegó a ser un auténtico compositor. Llevaba en la sangre, como suele decirse, una admirable propensión a los traspasos musicales de la experiencia. Es lo que hizo siempre con un lenguaje originalísimo y una asombrosa destreza imaginativa. Y todo eso sin esgrimir nunca ninguna clase de alharacas o vanas complacencias. Amaba la música con tanta honestidad como la vida”.
A Caballero Bonald, le atrajo siempre Cádiz, que no era una ciudad sino una actitud, como ayer recordó oportunamente Yolanda Vallejo, la comunity manager de las bibliotecas gaditanas. Su paisaje veía repetido en remotas urbes americanas y en dónde terminó por comprar una vivienda que cedió a su hijo Alejandro Caballero Ramis, un incondicional del carnaval callejero, en la chirigota de pelo: “Cádiz es una ciudad abierta naturalmente –consideraba--. Se ha dicho tanto que conviene repetirlo. Es una ciudad ultramarina, la ciudad más americana de Europa con gran diferencia. Yo encuentro en Cádiz a cada paso lo que he visto en muchos sitios de América”.
La improbable deriva de los inacabados estudios de Náutica, le llevaron a orillar en la Facultad de Letras, de Sevilla, que entonces estaba en Laraña. Y allí se prendó de la Sevilla de Cervantes. Su biógrafo, Julio Neira, confirmó que nunca llegó a terminar ninguna de ambas carreras y se quedó sencillamente en la Educación Secundaria. En el verano del año 51, ejercía como redactor y corrector de una revista turística que se imprimía en la jerezana calle de Bizcocheros, cuando se ofrece a Leopoldo Panero como responsable de prensa, en la Bienal Hispanoamericana de Arte, lo que conllevará su posterior traslado a Madrid.
Allí, se alistó moralmente en la resistencia antifranquista, que él ensayó no muy lejos, primero, del disidente Dionisio Ridruejo y, luego, como compañero de viaje del Partido Comunista de España, en una cofradía que incluyó a escritores amigos como el propio Ángel González, Juan Benet o Juan García Hortelano: “Más que afinidades literarias, que las había, nos unía una misma actitud moral, una procedencia universitaria y familiar similar, teníamos los mismos gustos y hasta éramos de la misma estatura -sonrió al decírmelo- . Más que nada nos unía la lucha antifranquista. Nuestros encuentros empezaban hablando de literatura o de política pero acababan como reuniones etílicas. Éramos noctámbulos de afición”.
Compañero de viaje de la izquierda, el escritor se distanció de España en una América amiga, la de Colombia, pero ya no volvió como el amigo y el discípulo de Dionisio Ridruejo, sino como el cómplice de la izquierda antifranquista, una causa por la que terminó dando con sus huesos en la cárcel, no sólo compartida con sus conmilitones sino con quinquis tan ilustres como Eleuterio Sánchez, alias El Lute.
“La censura franquista formaba parte intrínseca de la opresión, de la vigilancia policiaca del sistema del franquismo. Y claro uno escribía con cierta preocupación de que no iba a poder publicar lo que escribía por razones de censura, por razones de moral, de política, doctrinal, etc. También es verdad que había ocasiones en uno escribía como si no existiera la censura pensando que si no se publicaba aquí, se publicaba en otro sitio. Yo tuve tropiezos, me tacharon poemas enteros pero yo tuve tropiezos, sobre todo, en las novelas. Me tachaban una palabra, alguna palabra suelta, alguna frase, pero muy poco. La censura parece que se cebó cuando yo iba a dar una conferencia y me la prohibían. La policía antes de la conferencia venía a decirme “ha quedado prohibida por orden gobernativa, la intervención o la celebración de esta conferencia”. Cosa que a mí me extrañaba muchísimo pero que me ocurrió repetidas veces, sobre todo los años, después de mi vuelta de Colombia en el año 64, 65, 66. Y además ocurrió una cosa curiosa que es que borraron mi nombre. Estuve condenado al ostracismo. Había varios nombres que los borraban en cualquier cita periodística o en un libro. A mí me dio Fernando Quiñones la copia de una página de un libro suyo que se llamaba “De Cádiz y sus cantes”, donde me citaba como director de archivo del cante flamenco. Es decir que lo hizo Caballero Bonald. Y Caballero Bonald esta tachado con el lápiz rojo del censor. Y eso, sí que es una infamia, porque un escritor que le borran el nombre no existe”.
Caballero Bonald siguió existiendo. Amartillando sus recuerdos colombianos, donde nació su primer hijo y en donde se relacionó con el grupo “Mirto”, donde velaba armas literarias Gabriel García Márquez. Pero quizá le influyera más Alejo Carpentier, aquel escritor que urdió la expresión “lo real maravilloso”, para referirse a una narrativa de la que también el escritor jerezano fue partícipe. Ambos eran barrocos, aunque no herméticos. Caballero Bonald, en la vida privada y en la literaria, siempre habló claro para quienes quisieran entenderle. En los días que siguieron al 15-M, diez años atrás, alguien le preguntó en el Museo de Cádiz si se sentía indignado: “Yo estoy indignado desde que nací”, respondió sin pensarlo.
“Yo escribo –afirmó-- contra la degradación de la Historia, contra el gregarismo y la sumisión generalizada. La duda es lo que te hace seguir viviendo”.