Emilia Delgado Fernández o el heroísmo de lo cotidiano

Emilia Delgado Fernández

Nació en Chiclana en el seno de una familia tan humilde que tuvieron que enviarla a Cádiz a casa de un familiar porque no podían alimentarla. Vivió la república, la guerra civil, la dictadura y la democracia pero fueron las privaciones de la cruel posguerra  las que forjaron su carácter.

En su juventud tuvo que servir en casas de la burguesía para poder allegar algún dinero para el sostenimiento del hogar, hasta que se casó con un mecánico de astilleros que la rondó un tiempo y se fue a vivir a un partidito del barrio de Santa María con baño y cocina comunitaria. Esa vida llena de estrecheces y dificultades la hicieron una persona que sufría en silencio,  se apañaba con cualquier cosa, la primera en levantarse y la última en acostarse, ese tipo de mujeres humildes de la posguerra que contribuyeron como nadie a darle la vuelta a la sociedad que habían heredado, de manera callada y abnegada.  Esas mujeres que pasaron de depender de sus padres a sus maridos cuando no podían ni tener una cuenta corriente  sin permiso.. Tímidas, sufridas, calladas, generosas, anónimas .

Ella se privaba de cualquier lujo  para dárselo a sus hijos. Jamás nadie la vio llorar, fue capaz de resistir el frío y el calor, las privaciones y la escasez de una vida con lo justo para que sus hijos pudieran estudiar y tener una vida mejor. Esas mujeres como ella misma limpiaban, lavaban, fregaban, cosían, planchaban y transmitían a sus hijos el valor de la educación sin esperar nada a cambio.

Hasta adulta no aprendió a leer y escribir, que perfeccionó en el Centro de Educación de Adultas del Pópulo, eso que su marido llamaba “centro de puretas y similares”,  a pesar de la broma jamás dejó de acudir  para mejorar lo poco que sabía, para tener otra mirada sobre el mundo. Nunca tuvo vida propia, vivía en las vidas de sus hijos y su marido. Todos los días sin falta leía el Diario de Cádiz para saber lo que ocurría a su alrededor. Hasta  años después de casarse no pudo disfrutar de baño y cocina propio, con el tiempo un televisor como un lujo, una habitación para la hija mayor, pero cuando había algo de dinero lo primero era comprarle ropa a los niños. Algún domingo que otro salía con la familia a dar una vuelta por Cádiz para lo que se ponía sus mejores galas, la ropa que conservaba como oro en paño, esos pendientes que le regalaron, ese collar que guardaba como si fuera un tesoro.

Del sacrificio, el silencio y el trabajo brotó la vida de sus hijos. A mí me dio de comer , me compró abrigo , cuidó de mi hija .

El martes volvió a la tierra de Chiclana que la vio nacer donde reposar para siempre,   de la misma manera discreta y callada en la que vivió,  acabaron sus días sin una queja, sin un lamento, como las  heroicas mujeres de la posguerra.

por
Fernando Santiago